El Precio de un Deseo - Parte 1

 


Era una de esas tardes doradas de verano, cuando el sol se derramaba perezoso sobre las calles adoquinadas del barrio. Lucía caminaba con paso ligero hacia la casa de sus vecinos, los Montenegro. Llevaba un vestido ligero, blanco, que se pegaba a sus curvas con cada brisa, y su cabello oscuro ondeaba libre sobre sus hombros. Sabía que Roberto y Elena la esperaban, como tantas otras veces, con esa mezcla de calidez y algo más, algo que nunca había podido definir. 

Elena Montenegro era una mujer que, a sus cincuenta y tantos años, conservaba una elegancia inquietante. Delgada, con una nariz respingada que le daba un aire de aristócrata decadente, y unos ojos oscuros que parecían perforar a quien los mirara. Su cabello castaño claro, siempre impecable, caía en ondas suaves hasta los hombros. Pero lo que más llamaba la atención eran sus nalgas, pequeñas pero firmes, que se marcaban bajo sus faldas ajustadas, como si desafiaran el paso del tiempo. Lucía siempre había sentido una extraña fascinación por ella, una mezcla de admiración y algo más… algo que no se atrevía a nombrar. 

—Lucía, cariño, ¡qué alegría verte! —la voz de Elena era melosa, como miel espesa—. Pasa, pasa, Roberto está en el jardín. 

La casa olía a flores secas y a algo más intenso, un aroma que Lucía no lograba identificar pero que siempre la hacía sentir un poco mareada. Roberto apareció en el umbral de la puerta, alto, con el pelo entrecano peinado hacia atrás, y esa mirada suya… esa mirada que recorría a Lucía de arriba abajo, como si estuviera midiendo cada centímetro de su cuerpo. 

—Hola, princesa —dijo él, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Qué bien te ves hoy. 

Lucía sintió un escalofrío. No era la primera vez que Roberto le hacía un comentario así, pero hoy había algo distinto, algo cargado en el aire. 

—Gracias —murmuró, bajando la vista—. El jardín está precioso. 

—Sí, Elena se ha esmerado —respondió Roberto, acercándose—. Aunque nada comparado contigo. 

Elena rió suavemente, como si aquello fuera una broma privada entre ellos. 

—Roberto, no la avergüences —dijo, pero su voz no sonaba a reproche—. Lucía, cariño, ven, siéntate. Te prepararé un té especial, lo probé la semana pasada y pensé en ti. 

Lucía asintió, sintiendo cómo la atmósfera se volvía más densa. Se sentó en el sofá, mientras Elena desaparecía en la cocina. Roberto se acomodó a su lado, demasiado cerca, sus musculosos musculos rozándole la pierna. 

—Has estado trabajando mucho —dijo él, su voz grave—. Se te nota cansada. 

—Un poco —admitió Lucía, sintiendo cómo su pulso se aceleraba. 

Roberto dejó caer una mano sobre su rodilla, como sin querer, pero no la retiró. 

—Deberías cuidarte más. Una chica joven, fértil… —su dedo trazó un círculo lento sobre su piel—. El mundo es peligroso. 

Lucía tragó saliva. No sabía qué responder. Afortunadamente, Elena regresó en ese momento, llevando una bandeja con una taza humeante. 

—Aquí está —dijo, entregándole el té con una sonrisa que Lucía no supo interpretar—. Bebe, verás cómo te relaja. 

El líquido era dorado, con un aroma dulce y especiado. Lucía lo probó, sintiendo cómo el calor se expandía por su garganta. 

—Está… raro —dijo, entre sorbo y sorbo. 

—Es una receta antigua —explicó Elena, sentándose frente a ella, cruzando las piernas con lentitud—. De mi familia. 

Roberto observaba a Lucía con intensidad, sus ojos oscuros brillando con algo que ella nunca había visto antes. 

—Poco a poco —murmuró él—. Déjate llevar. 

Lucía comenzó a sentir cómo el mundo a su alrededor se volvía borroso, como si estuviera bajo el agua. Pero no era desagradable… al contrario. Una oleada de calor recorrió su vientre, y entre sus piernas comenzó a latir un deseo que nunca antes había sentido con tanta fuerza. 

—Me… me siento rara —susurró, pero su voz sonó lejana, como si no fuera suya. 

Elena se inclinó hacia adelante, sus labios rozándole la oreja. 

—Es normal, cariño —susurró—. El té hace efecto. 

Roberto, sin decir nada, deslizó una mano por su espalda, sus dedos ardientes a través de la tela del vestido. Lucía quiso protestar, pero las palabras murieron en sus labios. Solo podía sentir… y lo que sentía la estaba consumiendo. 

El mundo se desvaneció un poco más. Y supo, en algún rincón de su mente, que nada volvería a ser igual. 

La luz del amanecer se filtraba entre las persianas como cuchillas doradas, cortando la penumbra de la habitación. Lucía parpadeó, confundida, sintiendo el peso de su propio cuerpo contra las sábanas revueltas. Su cabeza latía con un dolor sordo, como si alguien hubiera martillado contra sus sienes toda la noche. Y algo más… una sensación extraña, húmeda, entre sus muslos. 

Se incorporó con un gemido, mirando alrededor. Estaba en su casa, en su cama, vestida con una camisola que no recordaba haberse puesto. Los últimos recuerdos llegaron a su mente en fragmentos: el té dorado, la mirada de Roberto, la mano de Elena acariciándole el pelo… y luego, nada. Nada más que un vacío nebuloso, como si alguien hubiera arrancado páginas enteras de su memoria. 

—¿Qué mierda…? —murmuró, frotándose los ojos. 

Su boca sabía a hierbas amargas, a algo que no era el alcohol habitual. Se levantó tambaleante, sintiendo cómo el suelo se movía bajo sus pies. En el espejo del baño, su reflejo la devolvió pálida, con ojeras profundas y los labios ligeramente hinchados. 

—No puede ser… —susurró, tocándose el cuello, donde una marca rosada, casi imperceptible, asomaba bajo la clavícula. 

El timbre de la puerta la sobresaltó. 

—Lucía, cariño, ¿estás bien? —la voz de Elena, dulce y preocupada, traspasó la madera. 

Lucía contuvo el aire. No quería verlos. No ahora. Pero sus piernas la llevaron hacia la puerta antes de que pudiera decidir lo contrario. 

Elena estaba impecable, como siempre, con un vestido de lino beige que ceñía su delgado torso. Sus ojos oscuros escudriñaron a Lucía con una mezcla de curiosidad y algo más… ¿amusement? 

—Pareces un fantasma —dijo, sonriendo—. ¿El té fue demasiado fuerte para ti? 

Lucía tragó saliva. 

—No… no recuerdo mucho —admitió, evitando su mirada. 

—Roberto se sintió terrible —Elena entró sin ser invitada, pasando junto a Lucía con un roce deliberado de su cadera—. Dice que no debió mezclarte tanto alcohol. 

—Yo no bebí alcohol —murmuró Lucía, pero Elena ya estaba en la cocina, llenando la tetera como si la casa fuera suya. 

—Claro que sí, cariño —rió suavemente—. El té lleva un toque de brandy, es parte de la receta. 

Lucía no recordaba ningún sabor a brandy. Solo aquel dulzor espeso, aquel calor que le había bajado hasta el vientre… 

Roberto apareció en la puerta entonces, alto, con su camisa abierta dejando ver un vello plateado sobre el pecho. Lucía sintió cómo algo en su bajo vientre se estremecía, como si su cuerpo reconociera algo que su mente no podía recordar. 

—Lucía —dijo él, su voz grave como un rumor de trueno lejano—. Vine a disculparme. 

Se acercó, y Lucía notó que su pulso se aceleraba. Él olía a tabaco y a algo más, algo masculino y terroso que le hizo humedecerse los labios sin querer. 

—No pasa nada —mintió, retrocediendo un paso. 

Roberto no dejó que se alejara. Su mano grande, cálida, se cerró alrededor de su muñeca con una presión que no era dolorosa, pero de la que no podía escapar. 

—Te llevamos a casa, pero estabas… muy dormida —sus ojos recorrieron su cuerpo, deteniéndose en los pezones duros que se marcaban bajo la fina camisola—. Me preocupé. 

Lucía sintió un rubor subirle por el cuello. 

—Estoy bien —repitió, más firme esta vez. 

Roberto asintió, pero no soltó su muñeca. En cambio, su pulgar comenzó a trazar círculos lentos sobre su piel interior, tan sensible allí. 

—Elena —dijo él, sin apartar los ojos de Lucía—. Creo que nuestra niña necesita desayunar. 

Elena sonrió desde la cocina, donde ya preparaba pan tostado y mermelada. 

—Claro, claro —respondió, pero su mirada estaba fija en Lucía, en la forma en que su pecho subía y bajaba—. Lucía, cariño, siéntate. 

Lucía obedeció, sintiendo cómo Roberto la seguía, cómo su presencia se cernía a su espalda como una sombra cálida. 

—¿Nunca has pensado en ser madre? —preguntó Elena de pronto, colocando una taza de café frente a ella. 

La pregunta cayó como un ladrillo. 

—¿Qué? —Lucía parpadeó, desconcertada. 

—Eres joven, fértil —continuó Elena, como si estuviera comentando el clima—. Tienes esas caderas perfectas para parir. 

Roberto gruñó su aprobación detrás de ella, y Lucía sintió cómo sus palabras le encendían algo primitivo en el vientre. 

—No… no lo sé —tartamudeó, tomando el café para tener algo en qué ocupar las manos. 

—Deberías pensarlo —murmuró Roberto, inclinándose hasta que su aliento caliente rozó su oreja—. Serías una madre preciosa. 

Elena se sentó frente a ella, cruzando las piernas con lentitud deliberada. Bajo la mesa, algo—¿su pie?— rozó la pantorrilla de Lucía, subiendo, subiendo… 

—Roberto siempre quiso un hijo —dijo Elena, sosteniendo su mirada—. Pero yo ya no puedo dárselo. 

El pie— definitivamente su pie— alcanzó ahora el muslo de Lucía, acariciando la piel interior con los dedos. 

—Elena —susurró Lucía, sintiendo cómo el calor se extendía por su cuerpo. 

—Shhh —Elena sonrió, mientras Roberto, detrás de ella, hundía su nariz en su cabello, inhalando profundamente—. Solo estamos… hablando. 

Pero no era solo hablar. Era el pie de Elena deslizándose más arriba, era la mano de Roberto descendiendo por su hombro, era su propio cuerpo traicionándola, mojándose, ardiendo por razones que no entendía. 

—No deberían… —intentó protestar, pero su voz sonó quebrada. 

—¿No deberíamos qué, cariño? —preguntó Elena, inclinándose hacia adelante hasta que su escote reveló la parte superior de sus pequeños pechos firmes—. ¿Cuidar de ti? ¿Admirarte? 

Roberto gruñó de nuevo, y esta vez, Lucía sintió algo duro y caliente presionar contra su espalda. 

El mundo se estrechó a ese momento, a ese peligro delicioso que la llamaba. Y supo, con un escalofrío, que estaba a punto de cruzar un punto del que no habría regreso, pero para su sorpresa ambos se fueron luego del desayuno dejando a la joven confundida. 

 

Continuara... 

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