El Precio de un Deseo - Parte 2
El viento arrastraba hojas secas por el jardín de los Montenegro cuando Lucía se encontró sola con Roberto. Había ido a devolver un libro—una excusa frágil—y Elena había salido de compras, dejando esa casa antigua sumida en un silencio cargado.
Roberto estaba en el estudio, junto a la ventana, el humo de su cigarro enrollándose en el aire como un fantasma gris. Lucía sintió el peso de su mirada antes de que él hablara.
—Entra, princesa —dijo, sin volverse—. Cierra la puerta.
Era una orden, no una sugerencia.
Lucía obedeció, las manos húmedas, el pulso acelerado. Algo en la voz de Roberto la hacía sentir como un animalillo acorralado, pero también… curiosa. Demasiado curiosa.
—No debería quedarme —murmuró, aunque no hizo ademán de irse.
Roberto finalmente se giró. Llevaba el cabello revuelto, como si se hubiera pasado los dedos una y otra vez, y su camisa—demasiado abierta—revelaba un vello plateado que se perdía bajo el cinturón.
—Sé lo que estás pensando —dijo, acercándose—. Que esto está mal. Que somos viejos. Que deberías salir corriendo.
Lucía tragó saliva. Él estaba demasiado cerca ahora, su aroma a tabaco y cuero envolviéndola.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? —susurró, alzando una mano para rozar su mejilla con los nudillos.
Era una caricia casi paternal. Casi.
Lucía no respondió. No podía. Su cuerpo parecía haber decidido por ella, porque aunque su mente gritaba huye, sus piernas no se movían.
Roberto sonrió, como si ya supiera la respuesta.
—Necesito un heredero, Lucía —dijo, directo, brutal—. Elena no puede darme uno.
El aire se le atascó en los pulmones.
—¿Estás… hablando en serio?
—Nunca he hablado más en serio —su mano descendió hasta su cuello, los dedos rodeándolo sin apretar—. Te daríamos todo. Dinero. Protección. Placer.
La última palabra la hizo estremecer.
—No soy… no soy una puta —logró decir, aunque su voz sonó quebrada.
Roberto soltó un gruñido que podría haber sido una risa.
—Lo sé —murmuró, inclinándose hasta que sus labios rozaron su oreja—. Las putas no se ruborizan así.
Lucía sintió cómo el calor le inundaba las mejillas, cómo sus pezones se endurecían bajo el sostén. Roberto lo notó—claro que lo notó—y su mano izquierda descendió hasta su cintura, tirando de ella contra su cuerpo.
—Elena está de acuerdo —continuó, mientras su otra mano trazaba círculos en su cadera—. Quiere esto tanto como yo.
Lucía intentó pensar, pero era difícil con el roce de esos dedos, con la presión de esa entrepierna dura contra su vientre.
—¿Y si digo que no? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
Roberto la miró entonces con una intensidad que le cortó el aliento.
—Dirás que sí —afirmó, seguro—. Porque ya estás mojada.
Era verdad. La humedad entre sus muselos era vergonzosa, innegable.
—No te pediré una respuesta ahora —añadió, soltándola de golpe, como si le costara separarse—. Pero piénsalo, princesa.
Lucía se tambaleó, sintiendo el frío donde antes estaba su calor. Roberto ya se había vuelto hacia la ventana, como si la conversación hubiera terminado.
Pero no había terminado. Solo empezaba.
Al salir de la casa, Lucía notó que temblaba. No de miedo.
De anticipación. Mucho más cuando le llego un mensaje de Elena diciendo te espero a cenar esta noche.
La casa de los Montenegro respiraba secretos esa noche. Las velas parpadeaban sobre el mantel de encaje, arrojando sombras danzantes sobre los rostros de los tres comensales. Elena había preparado cada plato con esmero: ostras brillantes sobre hielo, higos rellenos de queso de cabra, un vino tinto tan espeso que parecía sangre bajo la luz tenue.
—Tienes que probar esto, cariño —Elena inclinó la copa hacia los labios de Lucía, sus ojos oscuros brillando como azabache—. Es un blend especial, de la región de Borgoña.
Lucía bebió, sintiendo cómo el líquido ardía al deslizarse por su garganta. No estaba segura si era el vino o los dedos de Roberto, que desde el inicio de la cena no habían dejado de acariciarle el muslo bajo la mesa.
—Está... fuerte —murmuró, limpiándose los labios con la servilleta.
Roberto sonrió, lento, calculador.
—Como debe ser —su mano subió unos centímetros más, los dedos dibujando círculos cerca de la costura de sus pantalones—. Algunas cosas deben tomarse con fuerza, ¿no crees?
Elena rió, un sonido como cristales chocando, y sirvió más vino.
—Lucía, quédate a dormir —dijo de pronto, como si estuviera sugiriendo otra copa y no algo que hacía latir el corazón de la joven a un ritmo peligroso—. Está oscuro y has bebido.
—No debería... —la protesta sonó débil incluso para sus propios oídos.
—Claro que sí —Roberto apretó su muslo con firmeza esta vez—. Ya preparé el guest room.
Pero Lucía sabía, con una certeza que le quemaba las entrañas, que no pasaría la noche en ningún guest room.
El postre fue una torta de chocolate negro, rociada con un licor que dejaba un regusto a canela y pecado. Elena la observaba mientras comía, fascinada, como si cada bocado que llevaba a su boca fuera un paso más hacia algún destino inevitable.
—Estás tensa —murmuró Elena de pronto, levantándose para colocarse detrás de ella—. Déjame ayudarte.
Sus manos descendieron sobre los hombros de Lucía, los pulgares hundiéndose en la carne con una presión experta. Pero no se quedaron allí. Poco a poco, como una marea subiendo, esos dedos descendieron —por su clavícula, el borde del escote, los topes de sus senos apenas cubiertos por el vestido—
—Elena... —la voz de Lucía era apenas un hilo de aliento.
—Shhh —la mujer mayor inclinó su cabeza hasta rozar con los labios la oreja de la joven—. Solo estoy relajándote.
Roberto observaba la escena con ojos de lobo, su vaso de whisky olvidado en la mesa.
—Creo que es hora de ir arriba —dijo de pronto, levantándose con esa elegancia peligrosa que tenía—. Lucía, ven.
No era una invitación.
El pasillo hacia el dormitorio principal parecía alargarse, acortarse, como en un sueño febril. Lucía sentía las manos de Elena en su cintura, el aliento de Roberto en su nuca.
—No tengas miedo —Elena deslizó los dedos bajo su vestido, rozando el vientre—. Sabemos cuidar de lo que es nuestro.
La habitación estaba bañada en luz lunar, la cama ancha y hecha con sábanas de satén que brillaban como agua quieta. Roberto se detuvo frente a ella, sus manos grandes enmarcando su rostro.
—Dime que no —susurró, los pulgares rozándole los labios—. Y te llevaré a tu cuarto ahora mismo.
Lucía abrió la boca, pero las palabras murieron en su garganta.
—Eso pensé —Roberto sonrió, y entonces su boca estaba sobre la de ella, brutal y dulce al mismo tiempo.
Elena trabajaba detrás, desabrochando el vestido con dedos hábiles, dejando que la tela resbalara al suelo como una cáscara.
—Tan perfecta —murmuró Elena, sus manos palmeando las curvas ahora sólo cubiertas por la lencería—. Roberto, mírala.
Él lo hizo, con una devoción que rayaba en lo religioso. Sus manos la exploraron entonces con una mezcla de ternura y posesión que la hizo estremecer —apretando aquí, acariciando allá, como si estuviera reclamando cada centímetro—
—En la cama —ordenó Roberto, y esta vez no había dulzura en su voz.
Lucía retrocedió hasta que las corvas tocaron el colchón. Elena se movía como una sombra a su alrededor, deslizando las breteles del sostén, los dedos jugueteando con el elástico de las bragas.
—¿Ves cómo te quiere? —Elena le mordisqueó el hombro mientras hablaba—. Nunca me miró así a mí.
Roberto se despojó de la camisa, revelando un torso marcado por el tiempo y los excesos, pero aún poderoso. Sus pantalones cayeron después, y lo que emergió hizo que Lucía jadeara.
—Shhh —él la tumbó sobre la cama, cubriéndola con su cuerpo—. Esto duele sólo al principio.
Elena sujetó las muñecas de Lucía por encima de su cabeza, sus uñas clavándose apenas en la piel.
—Respira, niña —susurró, mientras Roberto se colocaba entre sus piernas—. Y déjate llevar.
El dolor fue agudo, brillante, como un relámpago que partía su cuerpo en dos. Lucía gritó, pero la boca de Elena capturó el sonido, tragándoselo en un beso húmedo y salado de lágrimas.
—Ya pasó —Roberto gruñó, inmóvil dentro de ella, dejando que se acostumbrara—. Ahora viene lo bueno.
Y entonces comenzó a moverse.
Lucía esperaba brutalidad, pero lo que recibió fue algo peor: una dominación calculada, cada embestida diseñada para arrastrarla más lejos de sí misma. Roberto la miraba mientras la poseía, como si estuviera memorizando cada espasmo de su rostro.
—Mírala, Roberto —Elena se había apartado para observar, una mano entre sus propios muslos—. Mira cómo florece para ti.
Y era verdad. A pesar del dolor inicial, el cuerpo de Lucía respondía, traicionándola, arqueándose hacia esa invasión que ahora sentía como una necesidad.
—Por favor... —no sabía si rogaba que parara o que continuara.
Roberto entendió lo segundo. Su ritmo se hizo más intenso, las manos agarrando sus caderas con fuerza suficiente para dejar marcas.
—Eres nuestra ahora —gruñó, y el orgasmo lo alcanzó como un tren desbocado, llenándola con pulsaciones calientes.
Lucía lo sintió todo —el peso de él, el olor a sexo y sudor, la mano de Elena acariciando su pelo húmedo— y supo que algo dentro de sí había cambiado para siempre.
Cuando Roberto se retiró, Elena tomó su lugar, limpiándola con una toalla tibia como si fuera una niña pequeña.
—Duerme —murmuró, besando su frente—. Mañana hablaremos.
Pero Lucía sabía que no habría palabras que pudieran explicar lo que había sucedido. O lo que estaba por venir.
Continuara...

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